2010/08/29
Aradia y los puercos.
Las noches nunca fueron tan secas en la casa de Aradia, no transitaba el aire y denso era el aroma a estiércol que irradiaba el corral de los cerdos. A veces Aradia sentía que el aroma porcino se le pegaba en la piel, se sentía una cerda y como tal no tenía caso bañarse. Como se añoraba el aire por aquéllas tierras, pero Aradia no lo extrañaba tanto como a Sirio y su violín nocturno. Todas las noches, después de que todas las velas eran apagadas y sólo el rio seguía circulando, no había carrozas y los perros callejeros no existían por ese entonces. Sirio se colocaba en el jardín de Aradia, transitado de girasoles y tocaba en su violin las más novedosas canciones francesas.
Aradia seguía con sus delirios del olor de los cochinos, cuando se escucha un violín desafinado, se asoma a la ventana y está Sirio con su sonrisa lobuna, empieza a transitar el aire y las gotas descienden como las balas de los insurgentes.
Aradia dejó pasar a Sirio y la cuenta de los días, se facturaron en unas horas.
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